in Bb 2.0 - a collaborative music/spoken word project
“Por ejemplo, el concierto y la performance antes símbolos contestatarios, emblemas del Underground y del Conceptual, expresiones de un clima de agitación social y artística. Y el videoclip y la publicidad, saludados en los años ochenta como lábaros de la Posmodernidad. Todos quedan convertidos en producciones de serie A, en mainstream, al lado de las mutaciones de la era Meme: el mash-up, el lip dub y las phonetic translations, la animutation, la unfitting music y las inappropiate soundtracks, el literal music video y las lyrics spams, el viral marketing y los bait & switch, las orquestas virtuales y el In Bb 2.0, las videosongs y el flashmob.”
junio 2010 | originales
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Siempre terminamos recurriendo al tópico de la perspectiva, al necesario paso del tiempo para comprender mejor las cosas. Historiar de manera sincrónica no es sencillo, resulta más fácil afrontarlo años después, cuando se contará con la opción de recopilar pistas y pasear por vías abiertas. Otro de los grandes problemas de la inmediatez histórica, es la de jugar a los profetas. Anhelar ser recordado por descubrir la representación que marcaría una época y por inventar su etiqueta definitiva; justo aquel momento donde el historiador es poseído por el espíritu del mánager. Leer textos de hace apenas cinco años sobre los nuevos medios digitales, es equivalente a visitar una página web diseñada en 1996. Ambas experiencias, entre el candor y el terror de la obsolescencia prematura.
La literatura profética, en todos los campos, siempre ha sido abundante. La preocupación por el qué pasará dentro de veinte años, mientras se esquinan actividades de cualquier tiempo presente debido al eminente carácter popular o amateur que suelen mostrar en sus inicios. Terciando entre la parálisis y el futuro-lenguaje, aparece el trabajo descriptivo como primer paso para vislumbrar tendencias y para analizar unos hechos enmascarados por los usos y las rutinas. Por la falta de conciencia de estar participando en su desarrollo.
La relación entre música e imágenes, ahora en los entornos digitales, entra de lleno en esta problemática. Nos enfrentamos a un contexto y a unos fenómenos difíciles de acotar, desbordantes, extremos y caóticos, jeroglíficos por descifrar que fulminan catálogos y avejentan etiquetas. Ya no sirve prefijo académico alguno, ni -post, ni -trans, ni -under, ni -ultra, ni -uber, ni leches. Fenómenos profundamente individuales al tiempo que masivos, donde lo subversivo y lo reglado rozan los dedos. Una situación donde la construcción binaria, invocada como sema definitivo, hace valer su infinitud también en los significados.
¿Cómo entender hoy la excelente consideración crítica alcanzada por cualquier representación audiovisual de temática musical? La buena aceptación por parte del público no extraña, siempre le ha acompañado. La pregunta viene al caso porque uno de los pioneros, el musical cinematográfico, ha sido despreciado constantemente por la vertiente más "culta" de la crítica. Todo aquel que saliera en su defensa, corría el riesgo de quedar inscrito en la lista negra de los pasados de moda, cuando no en la de los reaccionarios.
Y con el musical cinematográfico me refiero a todos, sin restricción temporal ni geográfica. Al clásico de Hollywood que nace con el sonoro –pocos más vilipendiados que el pobre Al Jolson– y llega sobrado a los 50. Al musical rock de finales de década, al de la Surf Music de los 60, al musical de los nuevos cines con Cassavetes, Demy, Rafelson, Godard, Lester o Zulueta, al español heredero de la zarzuela, al flamenco, a versos sueltos como Fosse, al psicodélico, al retro, al contra-cultural y al disco de los 70, al social de los 80, etc.
¿Qué ha sucedido para que, pongamos en los últimos dos o tres lustros, la crítica y la neo-cinefilia festejaran sin reparos todo tipo de musicales? De Lars Von Trier a Rob Marshall, pasando por Baz Luhrmann, Kenneth Branagh, Tim Burton, Alain Resnais, Emilio Martínez-Lázaro o Carlos Saura. No seré yo quién dé una respuesta definitiva para aquello que parece, de verdad, inexplicable. El desconocimiento –vía prejuicio– del musical clásico y la imparable ola de reconocimiento, pueden ser dos motivos a tener en cuenta para cualquiera que busque esa respuesta.
La película musical como género nodriza, sigue pues intacta, incluso revalorizada y extendida a la fórmula del biopic. Hasta el musical teen se ha visto habilitado, cuando parece impensable hacer lo propio con ese mismo tipo de cine de décadas anteriores. Por no hablar de los teatros –Broadway, el West End o la Gran Vía no se han levantado en el año 2000– o de la televisión. En el caso del filme musical, los cambios lógicos surgidos con el tiempo parecen no ser los responsables de la nueva aceptación, en tanto –dentro de su variedad y en un ejercicio muy adecuado a la doble moral reinante–, pasa a admitirse lo que antes se rechazaba. Esto es, la integración narrativa y dramática de las canciones y el baile con la consiguiente ruptura de lo verosímil, la estilización de los decorados y las actuaciones o la amplitud de los encuadres. Aunque, en rigor, algunos de los musicales más celebrados han sido aquellos que sí vulneraban algunos de esos "arcaísmos".
El resto de grandes géneros musicales han pervivido, pero incubando una serie de huéspedes cuya sangrienta eclosión les ha hecho perder cuota de mercado y atención popular. El documental, el concierto, el happening y la performance, el videoarte, el videoclip y hasta la publicidad, han visto cómo su dominios y privilegios eran profanados por estos nuevos organismos mutantes, por un ejército frenético digno de una serie Z. Aquellos géneros, considerados en diferentes momentos históricos como azotes de la ortodoxia cultural, han visto cómo durante el nuevo siglo se les desplazaba, debilitándose, así, la funcionalidad que tanta fuerza les otorgó.
Por ejemplo, el concierto y la performance antes símbolos contestatarios, emblemas del Underground y del Conceptual, expresiones de un clima de agitación social y artística. Y el videoclip y la publicidad, saludados en los años ochenta como lábaros de la posmodernidad. Todos quedan convertidos en producciones de serie A, en mainstream, al lado de las mutaciones de la era Meme: el mash-up, el lip dub y las phonetic translations, la animutation, la unfitting music y las inappropiate soundtracks, el literal music video y las lyrics spams, el viral marketing y los bait & switch, las orquestas virtuales y el In Bb 2.0, las videosongs y el flashmob. Un alud que intenta ser canalizado por instituciones y mercados, con idéntica furia a la de su aparición y propagación.
Esto último resulta interesante para todos aquellos preocupados por las diferentes metodologías de la Historia. La "ciencia" del archivo, probando su validez y capacidad de adaptación al medio, no debería pasar por alto las nuevas formas de producción y organización de contenidos. Pero, sobre todo, las del rastreo de la causa, las de un comienzo ignoto, un fogonazo surgido en la soledad de un domicilio o en la compañía virtual de un foro. Un hermoso, a la vez que complejo, desafío de trazabilidad como el propuesto por la sabiduría popular (la música tradicional, los chistes, las leyendas y los refranes), de la que pocos se preguntan dónde o cómo nace. Entre balbuceos, aparecen proyectos como Know your Meme o Urban Dictionary.
Los "antiguos" géneros citados, llegados este momento, terminan revelando en parte su base y peripecia tecnológica. Muchos comenzaron de la mano del subestándar, viendo en él la manera más adecuada de emancipación y protesta. Subieron luego al escalón del vídeo y al de la High-Tech con la inflación del videoclip, para tocar techo con su presencia en los cines. Hecha cumbre, surgieron todo tipo de hibridaciones, a menudo tocadas por la nostalgia de los viejos formatos, para sufrir hoy, en plena consolidación de la HD, la poderosa influencia de la estética (y estrategia) viral y amateur.
Es lo que le ha sucedido al videoclip, degradado como entidad superior desde el momento en que su rentabilidad comercial, su adecuación estética a los nuevos tiempos y su rendimiento publicitario, fueron puestos en duda. Y desde el instante en que cualquier contenido fue susceptible de ser convertido en videoclip: una cabecera de televisión, parte de una actuación, una secuencia, un viaje de novios, una ristra de fotos, un incidente callejero, etc. El síndrome de bodas, bautizos y comuniones más presente que nunca y hormonado, en el plano técnico, por el posibilismo tecnológico y, en el cultural, por el narcisismo y la falta de pudor.
Ahí encontramos, del mismo modo, algunas de las causas de la debilitación del concierto. Antes tótem del audiovisual y ahora relegado a su vivencia sin intermediarios o, mejor dicho, a la vivencia a través del gadget de turno. Conciertos en directo donde, por otra parte, el multimedia ha sido incorporado con falta de inventiva. Se creyó ver su resurgimiento, tanto en el advenimiento de la televisión por satélite y su inevitable diversificación temática, como en la irrupción del DVD, pero ninguno sirvió para recuperar su edad dorada. El satélite derivó su producción a la promoción comercial más descarada con formatos nada lejanos al publirreportaje, a los concursos pornográficos, a la retahíla de videoclips o a intrascendentes programas de actualidad. El DVD quiso vender como innovación las ridículas opciones multi-ángulo, su valor extra frente a la piratería y su más que discutible calidad de sonido e imagen para, poco más tarde, hacer del making of su principal y anodina apuesta.
Peter Whitehead, Robert Frank, Jem Cohen, Pennebaker o Scorsese, dejaban paso a los torpes realizadores de televisión. Estos, eso sí, contaban con veinte cámaras más y con grúas mastodónticas, pero carecían no ya de talento, sino del menor entusiasmo.
Tampoco podemos olvidar otras manifestaciones que siempre han sido minoritarias, como la Visual Music, las animaciones abstractas y el acompañamiento musical del cine mudo, nutrido, éste, de partituras estudiadas y específicas para cada filme, pero también de improvisaciones y de esquemas tan codificados como los propios tintados. Una tradición abstracta que resiste gracias al trabajo persistente de unos pocos, a extensiones como la evolución del Vjing y a los redescubrimientos ofrecidos por nuevas ediciones digitales. El recuerdo silente emerge de nuevo, no sólo con reposiciones o partituras modernas, también con sugerentes espectáculos en vivo como Brand Upon the Brain! (Guy Maddin, 2006) o Decasia, A Symphony in Decay (Bill Morrison, 2002).
Surgen más preguntas en torno a esa legión de mutantes: ¿tienen alma? Es decir, ¿son meros rasgos formales o géneros en toda regla? ¿Son simples derivaciones de recursos como el glitch, el scratch, el sampling, el loop, etc. o por el contrario están adquiriendo un estatus superior? En contra de lo que ha sucedido con sus parientes cinematográficos (el found footage, la apropiación, el cine doméstico o el collage), su orientación mayoritaria nos avisa sobre las precauciones necesarias para establecerlos como verdaderos (micro)géneros.
Lo lúdico prima sobre cualquier otra tendencia, y existe poca capacidad para elaborar un discurso que se desliza, sin más, hacia la pieza de humor, hacia el viejo sketch, sin desaprovechar la sordidez. Si bien la comedia -en todos sus grados y tonos-, siempre ha demostrado eficacia como instrumento crítico, en gran parte de esa miríada de vídeos pesa demasiado la frivolidad. La parodia, como el gag, deja de funcionar cuando la repetición del acto no recibe un contrapunto o cuando no se desvela lo ridículo o la trampa del mecanismo original. Es la diferencia que va de la broma a la sátira. En ese ejercicio de deconstrucción al que se ha sometido a los géneros "nobles" del musical, se echa en falta una escala -flexible- de lo banal.
La situación parece una vuelta de tuerca más –no más vacua que la fundacional warholiana– a la equívoca idea del Pop, por cuya mala interpretación desde hace tiempo, seguimos pagando facturas y soportando vulgaridad. Esta superficialidad pop, se retroalimentará con otro signo de los tiempos: la conspiración. La dificultad mencionada a la hora de historiar los hechos y la capacidad extrema para manipular los materiales, restringen -en vez de aumentar- sus posibilidades de crecimiento. Difícil evolucionar cuando, además, todo se entrega a la exaltación del freak de turno, a la exploración de lo exótico, al improbable beneficio económico, al fake, a la nostalgia adolescente o a un bizarro revival de lo castizo.
Obviando los presentes problemas legales y autorales, así como los futuros –y más que posibles– en los protocolos de almacenamiento, distribución, compatibilidad y acceso a los contenidos, hoy podemos disfrutar de John Travolta bailando a ritmo de Cañita Brava, podemos encumbrar al estrellato a Delfín Quishpe y a Freestailo, rescatar del olvido a Mr. Trololo, reivindicar la apasionante génesis de La mandanga como documento de una España que nunca se fue, sospechar –a la vez que reír– con los gallos robados –o manipulados– a cualquier cantante de moda, bailar la última coreografía de Bollywood, hacer sangrar ojos y oídos con cualquier performance frente a una webcam o rompernos las manos aplaudiendo la épica actuación de Benigno Escalante en Si lo sabe, cante.
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